La profesora María Eugenia Monzón estudia esta parte de la historia de mujeres invisibles. En uno de sus artículos detalla las escalofriantes bases de esta práctica en las Mancebías. Para permanecer en la misma “se solicitaban avales ante el juez de su barrio que debía certificar que era mayor de 12 años, haber perdido la virginidad, ser de ignorado nacimiento, huérfana o estar abandonada de la familia, si todos los requisitos eran comprobados y estaban en “regla” el juez de barrio daba autorización para que pudiera ejercer la prostitución legalmente”.
Poco más de cien años después el peso de la Iglesia promueve que la monarquía decida eliminar las mancebías, pero evidentemente no con la prostitución. Los viajeros del siglo XVIII hablan con frecuencia de la existencia de muchas mujeres en los puertos canarios que en situaciones de extrema vulnerabilidad ejercen esta actividad en unas condiciones extremadamente duras.
Sobre una sociedad con un caciquismo atroz, con un tradicionalismo muy arraigado, la violencia se ceba sobre las mujeres, que también están excluidas de numerosas profesiones y de la más mínima formación reglada. La emigración masiva de hombres también es un fenómeno señalado como una causa de una enorme miseria entre la población femenina. El vicario santacrucero, Antonio Isidro Toledo, describe en 1779 que “muchas mujeres que por ser casadas y sus maridos ausentes en Indias, que es el principal destino a que aquí todos se dedican, y olvidados estos sus obligaciones, no las socorren o se quedan para siempre, que es lo más común que acontece, por cuyos motivos se ven expuestas a mil tropiezos”.
También las mujeres nacidas en Canarias fueron un objetivo de redes de trata y hasta de venta vinculadas con la emigración, donde las redes las captaban para emigrar a lugares como Cuba, acabando en ocasiones en alguno de los doscientos prostíbulos de La Habana. Investigadores como Hugh Thomas y Julio Hernández señalan que en el siglo XIX una parte destacada de las que eran obligadas a realizar esta actividad eran isleñas.
La violencia, el uso del cuerpo de las mujeres como un objeto, la explotación sexual y la trata, parte de un mal que unas veces institucionalizado y también parte de los “gloriosos aprendizajes” de la etapa colonial. Igual que con la brujería, se penaliza y se persigue a quien no se acomoda a los moldes de una sociedad donde, salvo una reducida élite o las que entran en los conventos, las mujeres son cuidadoras de un hogar y colaboradoras en tareas agrícolas o artesanales, que si no cubren estas expectativas, deciden romper con sus maltratadores o son abandonadas, son carne de cañón de las formas más elaboradas de explotación.