Se que algunos conocidos
de mis padres les decían, cuando contaban que sus hijos estaban en
el Montessori, que ese colegio era de “rojos”, como si fuera una
cosa mala. El cole toscalero en el que viví una parte importante de
mi infancia era un par de casas viejas, una clases chiquitas, apenas
dos patios y una oficina en la que la cara de Lenin y el busto de
Carlos Marx te recibían entre montañas de papeles y olor a los
gatos que se paseaban gandules por todos lados, entre niños y niñas
que crecían sin ser números o estadísticas, siendo personas.