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50 años sin Franco: Esa contagiosa enfermedad de romantizar la dictadura

Algunas personas, por edad, tendrán el recuerdo de juventud de guateques, de una infancia tranquila en blanco y negro, quizás simplifiquen recordando su juventud o un tiempo que sólo conocieron por relatos, con mucha mala memoria, de sus padres o sus abuelas, o de su tiktoker de confianza.

Para mí, estudiando y averiguando entre tantos recuerdos familiares y libros, el 20N fue el principio de un punto y aparte. Esos cuarenta años en mi entorno fueron los hermanos Pablo y Fernando Ascanio, primos de mi abuelo, arrojados al océano por soñar que los trabajadores de Hermigua podrían tener educación pública, libertad de pensamiento y salarios dignos. A mi abuelo, preso dos veces, la primera por pegar carteles por la democracia y la segunda por haber salido en un barco clandestino de emigrantes, que logró escapar de la Guardia Civil para ir rumbo a Venezuela. La de su primo, Guillermo Ascanio, y el marido de su prima, Gabriel Mejías, fusilados en los muros del cementerio del Este de Madrid por haber tratado de defender la legalidad republicana, salida de las urnas en febrero de 1936. La de las primas de mi abuelo, la maestra Blanca Ascanio y su hermana, Amelia, que quedaron viudas y presas durante años, además de exiliadas por décadas. La del hermano de mi abuelo, que pasó de cárcel en cárcel entre 1936 y 1943, que no volvió a ver a tantos amigos, que tuvo que rehacer su vida en el exilio en Marruecos y hasta el final de sus días dio todo por cambiar el mundo.

La historia también de mi abuela, que sufrió la miseria de la autarquía y que vio como de una escuela pública, tuvo que pasar a tener clases con un maestro republicano depurado por sus ideas, que cada familia de la playa de Vallehermoso pagaba a duras penas. Una mujer que quiso tener una educación mejor, cuando lo normal es que las mujeres solo vivieran para criar y cuidar. Una mujer que siempre me recordaba la suerte que tuve de poder estudiar historia en la Universidad, un sueño que nunca pudo cumplir.

Es también la historia del tío abuelo de mi compañera de vida, presidente del Sindicato de Trabajadores de la Tierra de Punta del Hidalgo. Que estuvo preso en Fyffes, fue canjeado en 1938 y vivió la caída de la República, los campos de concentración en Francia y un largo exilio en el país galo. O el de su abuelo, que por saber leer y escribir, ejerció de secretario del mismo sindicato y también tuvo que afrontar el señalamiento franquista.

Juan Pedro Ascanio García en 1936

Es la historia de mi madre, que amando la lectura y teniendo interés por lo que pasaba en el mundo, sufrió los malos tratos de los colegios de monjas, donde no se podía protestar ni pensar diferente, siempre bajo la amenaza del qué dirán y apretujada bajo un ideal de mujer de camisa azul mahon y sometida con yugos con flechas, que nunca quiso. Una mujer que, como el resto, vivió con menos derechos que los hombres, sin poder viajar o tener una cuenta corriente sin la autorización de un hombre.

Escuchar hablar de las bondades de una dictadura, que dejó cerca de 200.000 ejecutados, 500.000 exiliados, con alrededor de dos millones de emigrantes forzados, por lo “fácil” que era comprar un 600 o pagar un piso, resulta preocupante. Que quienes corrían delante de los grises ya no quieran recordar o dulcifiquen esos años es malo, pero que sus hijos y nietos hayan crecido creyendo el cuento de los “cuarenta años de paz” y ahora saquen al aire la mohosa bandera del pollo, es un síntoma.

Ver como hoy, cada vez que sale una noticia sobre la recuperación de un cuerpo de una cuneta o de una fosa, o que se habla de Lorca, de Domingo López Torres o de Miguel Hernández, salen decenas de comentarios de cuñados, a defender al dictador y justificar la dictadura, es como mínimo espeluznante.

Hagamos memoria con mayúscula, en las casas, en los colegios, en los institutos, en los teatros y en los cines, en la radio y en los periódicos, hasta en Tik Tok, si me apuran. No dejemos que se venda un relato que haga borrón del pasado. Hagamos del recuerdo una herramienta, una vacuna, no solo hoy, siempre, sin olvidar a las víctimas, sin dejar de señalar a los verdugos y agradeciendo que, con sus luces y sus sombras, lo que hoy tenemos es mil veces mejor que lo anterior.



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